Tuesday, January 10, 2006

Bajo la lluvia

Nací durante la primera gran tormenta del siglo y no lloré cuando el edificio en que estábamos se cayó a pedazos. No lloré cuando una ola de ácido se tragó a mi familia cuando yo tenía ocho años y tampoco lloré cuando, tres años más tarde, la lluvia se llevó mi brazo izquierdo. No le tengo miedo a la lluvia ácida.
Cada día hay menos gente, y no me importa en absoluto: las personas sólo ocupan lugar en los pocos lugares seguros que todavía quedan. La lluvia lo traspasa todo. Construimos refugios con planchas de metal que soportan, a veces, las tormentas más pequeñas. Cuando todo parece despejado corremos a las ciudades para recoger metal. Si alguien cae, no me importa. Si alguien muere, tampoco. Si una lluvia inesperada se desata moriremos todos, y tampoco importa.
No le tengo miedo a esa lluvia que deshace la piel, que derrite metales como si fuesen huesos y huesos como si fuesen manteca. No sé cómo empezó; no sé quién tiene la culpa; no sé como detener la lluvia, y tampoco quiero hacerlo. No sabría vivir de otra forma. Buscar alimento entre las ruinas es difícil: ya no quedan animales, ni siquiera insectos. De vez en cuando encontramos bodegas intactas y vivimos de eso. El agua sale de pozos que suelen estar contaminados. Mucha gente muere al probar el agua y está bien: hay peores formas de morir.
Muchas personas se rinden y corren al encuentro del ácido, pero la mayoría está demasiado asustada para terminar con su vida por propia voluntad. Yo no le temo a la muerte, pero tampoco deseo morir. Sin embargo puedo entender a los que se arrojan bajo la lluvia: hay aún peores formas que esa de alcanzar la muerte.
A veces salgo a explorar. Hasta ahora, logré sobrevivir cuatro tormentas inesperadas ocultándome bajo escombros o en cuevas, pero tengo las marcas que algunas gotas perdidas dejaron en mi piel para demostrar que es la suerte, y no el valor lo que te salva de morir.
Durante mucho tiempo pensé que por no tener miedo a la lluvia no temía nada. Pero no es verdad, lo descubrí en una de mis excursiones. Hay algo que no me deja dormir por las noches, que me hace despertar cubierto de sudor mientras contengo un grito para que mis compañeros piensen que aún soy el ser imperturbable que solía ser. No le temo a la lluvia, pero sí a las plantas que, como yo, aprendieron a sobrevivir. Si hay peores formas de morir que convertirse en su alimento, en verdad no quiero conocerlas.

La pequeña vendedora de Prozac

La pequeña vendedora de Prozac no es la protagonista de esta historia por vender lo que vende; después de todo, es muy común que ese tipo de productos sean distribuidos por la más diversa gama de seres humanos, por lo que no es interesante que la pequeña vendedora de Prozac vendiera, en efecto, Prozac. Tampoco es la protagonista por haber hecho algo particular con su vida, ni por haber intentado estudiar mientras trabajaba, ni por haber tenido ojos de distinto color; ni siquiera por haber sido la mujer más hermosa que yo haya conocido. Es la protagonista de esta historia sólo porque está muerta.
Llamaremos Pequeña Vendedora de Prozac a la pequeña vendedora de Prozac porque nunca supe su nombre. Solía perseguirla por la calle y le pedía que me vendiese un poco de esa droga milagrosa que evita que los seres humanos sientan en exceso. Nunca tomé Prozac: de haberlo hecho, jamás hubiera perseguido a una vendedora por la calle sólo por sentir que es la mujer más hermosa que yo hubiese conocido. Tampoco le compraría a esta vendedora, si en efecto consumiera Prozac, un producto que dejaría tirado en la mesa del living sin atreverme nunca a tomarlo por miedo a los posibles resultados ni a desecharlo porque era lo único que tenía para recordarla.
La perseguía por la calle y le pedía que me vendiese un poco de lo que siempre le sobraba cuando terminaba su recorrido por las farmacias. Ella me respondía con una invariable sonrisa tibia, nunca demasiado genuina pero tampoco forzada. Creo que fueron esas indefinidas sonrisas las que en algún momento me hicieron perder la paciencia, porque yo, a diferencia de La Pequeña Vendedora de Prozac, sentía en exceso.
Un día, la golpee con violencia y la llevé a casa. Era tarde y no había nadie en la calle: como la policía nunca llegó a buscarme puedo asumir que nadie nos vio o que, si nos vio, no le importó lo bastante como para reportarlo. En mi casa la até para contemplarla con tranquilidad hasta que recuperó el sentido. En sus ojos solo podían verse emociones que, por suaves y controladas, no eran en verdad emociones. Un moderado miedo, algo de sorpresa, un ínfima dosis de lástima, un principio de dolor por el golpe recibido. Volví a golpearla, pero lo único que logré fue lo que parecía ser, aunque no estoy seguro, un odio pequeñito que nunca llegaría a desarrollarse.
Intenté negarle la comida, amenazarla, irme de la casa por varios días, dejar ratas sueltas en el piso, ponerle arañas debajo de la blusa manchada de sangre, pero jamás logré nada. Incluso hasta la traté bien, le dije cosas hermosas, le expliqué que la raptaba sólo por amor, la cuidé, curé sus heridas, pero eso tampoco dio resultado. Nunca expresó por mí más que una especie de principio de intento de síndrome de Estocolmo.
Ayer tomé todas las pastillas de Prozac que había comprado y la obligué a tomárselas. Ciento cincuenta veces la dosis indicada. Pero ni así pude lograr resultados: unas tenues convulsiones, un resplandor blanco en la boca que podría haber sido, me parece aunque no podría asegurarlo, un poco de espuma, ojos que no giraron por completo sobre sí, pero tampoco permanecieron inmóviles. Luego de apenas temblar, La Pequeña Vendedora de Prozac murió sin haber gritado, pero tampoco guardó silencio: sus últimas palabras fueron más bien un suspiro indeterminado que no expresaba gran cosa. Yo sólo la miré. Luego lloré de pena, grité de dolor e insulté porque sí. Lamenté haberla matado, pero, más que nada, lamenté descubrir que mis exageradas reacciones eran apenas una actuación, la pantomima de sentir en exceso cuando en realidad no se siente nada.

Lleno de fingido pánico abro la ventana: en la calle, una hermosa vendedora de naranjas grita con voz ácida que su producto es el mejor, el más tierno y jugoso del barrio. Y de pronto siento con todo mi cuerpo, con el alma, con el corazón que, aunque no me gustan, debería comprar algunas naranjas.


(Dedicado a Daniel Pennac, que es parafraseado en el título y a mi amigo Nicolás Lantos, con el que surgió la idea de parafrasearlo)

Wednesday, January 04, 2006

La perspectiva del miedo

Ni siquiera puedo ver la transformación completa, y eso que está bastante mal hecha, pero cuando la pantalla muestra una luna llena se me acelera el corazón y comienza a faltarme el aire. No puedo evitarlo, incluso me pasa con las versiones en blanco y negro, las de Lon Chaney Junior. Con la luna, en la mayoría de los casos un foco filmado de frente, empieza el sudor frío, y se me revuelve el estómago. Hasta con el efecto del aullido se me eriza la piel y eso que es el mismo en todas las escenas. Me paralizo, y siempre que, entre quejidos de dolor, empiezan a crecerle al hombre los pelos de las manos y de la cara, me desmayo. No puedo evitarlo, le tengo pánico a los hombres lobo.
Y todo por culpa de mi hermano Carlitos. “Te vas a convertir en hombre lobo” me dijo a los siete años cuando tuve que pasar tres semanas en cama porque me había atacado el dogo de nuestro vecino. El dogo ese siempre nos ladraba cuando Carlitos y yo pasábamos frente a la puerta del vecino, pero estaba atado y no podía hacernos nada. Una vez le tiré una piedra para que se callara y el dogo de mierda no me lo perdonó más. Si me lo preguntaran ahora, podría asegurar que lo planeó. El perro tiraba cada día un poco más de la cuerda, cada día la soltaba un poco más. Hasta que por fin la cortó y se me vino al humo. Carlitos corrió y el perro no le dio ni bola, vino a buscarme a mí, lo juro. Y así me dejó, heridas lacerantes (así dijo el médico: lacerantes) en brazos y piernas, y también un tajo horrendo en la cara. Esta cicatriz de acá tengo que agradecérsela a ese bicho de mierda. Cuando mi viejo fue a putear al vecino, el tipo dijo que nosotros siempre molestábamos al perro y que me lo merecía. Y mamá empezó a decir que ese no era un perro, “es una fiera salvaje, es un lobo” decía.
Entonces Carlitos dijo “te vas a convertir en un hombre lobo” y yo le pregunté qué era un hombre lobo, porque a esa edad mis viejos no me dejaban ver películas de terror. “Es como un perro así de grande que camina en dos patas porque no es un lobo, es una persona” me dijo él, que era más grande y sabía más cosas de la vida y de las cosas. Pero yo me reí: eso no existía. Pero él insistió, y para eso tenía un montón de detalles: lo de la bala de plata, lo de la luna llena, que se comían gente y después no se acordaban y yo empecé a creerle, porque Carlitos no podía inventar una historia como esa. “Hoy hay luna llena” me dijo unos días después y yo me quedé despierto toda la noche para asegurarme de que no me pasaba nada.
“No me transformé ni un poquito” le dije a mi hermano a la mañana siguiente, y el puso cara de que eso era muy grave, mucho más grave que ser un hombre lobo. “Es grave eso” me dijo, “porque se sabe que si te mordieron y no te transformaste, te van a venir a buscar”. Yo le pregunté por qué y Carlitos que, aunque sabía más cosas que yo, era un hijo de puta me dijo que como era inmune (así dijo: inmune) a su poder, entonces era una amenaza para ellos, y por eso debían destruirme. Eso dijo, destruirme, y me dio tanto miedo que empecé a pasar las noches sin dormir, con la luz encendida, aunque no hubiera luna llena, sólo por si acaso. Cuando mis viejos venían y apagaban la luz yo gritaba. Me llevaron a un psicólogo y por un tiempo estuvo bien, pero en una sesión familiar Carlitos me dijo: “vos viste los pelos que tiene ese tipo, para mí que ese también es hombre lobo como vos”, y entre llantos rogué a mis padres que nunca más me llevaran allí. Hasta hace poco tiempo todavía me costaba dormir, y aún lo hago con la luz encendida, pero ahora, por suerte, ya no tengo miedo. Compré una pistola y me hice fundir algunas balas de plata. Ahora, si quieren, pueden venir a buscarme los hijos de puta: ya estoy preparado.

Llamé por teléfono a mi hermano Carlos para invitarlo a cenar a casa y le recordé el episodio de los hombres lobo. “Cierto” se rió, “me había olvidado, mirá que eras pelotudo”. Si te hubiese mordido un perro lobo podía ser, me dijo, o uno de esos siberianos que por lo menos se parecen a un lobo. Pero nadie se transforma en nada si lo muerde un dogo. Y ante esto no se puede decir nada, lo único que se puede hacer es esconder el arma en un cajón y no mostrarle nunca a nadie las balas de plata.

Como odio a los que corren

A Kevin le gusta correr. A diferencia de lo que pueda suponerse, Kevin no creció con cariño. Kevin creció como pudo y tuvo que sobrellevar el nombre que su madre le puso porque se había emperrado en que su hijo debía llamarse Kevin (o Michael o John o Stuart o Andrew o Donald o Thomas o Brandon o Logan o Dylan o Mathew o Daniel, este último sólo si se lo acentuaba en la primera sílaba). Pero al final, nadie sabe bien por qué, Kevin terminó por llamarse Kevin, y sus amigos pronuncian su nombre Kevin y no Keván cómo hacía su madre frente a sus compañeros de la primaria. Esto avergonzaba mucho al Keván de entonces, pero eso importa poco porque al Kevin de ahora lo que le gusta es correr. No le gustan ni sus amigos, ni su madre, ni sus compañeros de la primaria. Todas las mañanas se calza su traje de lycra negro con rayas amarillas, sus anteojos de sol espejados, su botella de agua vitaminizada que se cuelga del cinturón con velcro y sus zapatillas. Las zapatillas de Kevin hablan: le informan de la distancia recorrida, su velocidad promedio, el tiempo estimado entre paso y paso, las calorías quemadas, el tiempo transcurrido y la verdadera cantidad de libras que perdió en su carrera. Las zapatillas hablan de libras porque son importadas. A Kevin le gusta hacer las operaciones mentales que convierten un sistema métrico en el otro porque, por más que le pese, se parece mucho a su madre. “Siete millas” dicen las zapatillas de Kevin y éste agradece, siempre agradece porque su madre le ha enseñado buenos modales. “Una buena educación debe acompañar un nombre como Keván” decía su madre y Kevin también le agradecía a ella. “Gracias” le dice Kevin a sus zapatillas mientras corre, destapa su botella y el sabor levemente metálico del agua con vitaminas recorre su lengua. Cierra los ojos y siente el golpe de sus pies contra las baldosas de la vereda. Corre alrededor de un parque, siempre en sentido contrario a las agujas del reloj, siempre hace nueve millas exactas, siempre toma un trago de agua cuando sus zapatillas le informan de un nuevo adelanto en su carrera, siempre cierra los ojos luego de beber y siempre escucha sus pasos. Kevin recuerda cuando sudaba. Ahora también le sucede, desde luego, pero sólo en verano, cuando corre sin la parte superior de su traje de lycra para que todos puedan ver el brillo que el sudor produce en su cuerpo. Kevin hace abdominales para que los músculos de su estómago se marquen, pero no le gusta hacerlas. A Kevin le gusta correr y no las abdominales porque las abdominales son seguras. Cualquiera puede hacer abdominales en la tranquilidad del hogar, pero cuando uno corre lo hace contra los elementos, contra las irregularidades del terreno y contra los miles de hombres armados que, según la televisión, podrían saltar desde cualquier sombra y dispararle a quemarropa sólo para llevarse sus zapatillas que hablan. Correr es un deporte de riesgo. “Siete millas” sentencian entonces las zapatillas de Kevin y aunque él siente que algo está mal no se detiene. No puede detenerse, aún no ha cubierto las dos millas que le faltan para terminar su recorrido de siempre. Se limita a beber agua metalizada con vitaminas y a cerrar los ojos. Hay seguridad en los ojos cerrados, cuando uno cierra los ojos nada puede herirlo, sin embargo, Kevin no los cierra por precaución, lo hace por costumbre. El ruido de sus pies sobre las baldosas es ligeramente diferente, sólo él podría notarlo, pero no le da importancia. “Siete millas” informa su calzado y Kevin comienza a creer que algo malo les ha sucedido a sus zapatillas que hablan, pero pronto descarta semejante idea. “Qué podría pasarles, si son importadas” piensa y cierra los ojos, pero vuelve a abrirlos porque olvidó beber el trago de agua saborizada con metal. Todo el mundo sabe que correr en contra de las agujas del reloj es una forma de engañar a la muerte, pero Kevin no lo hace por temer a la muerte, sino por temer al deterioro que ella implicaría de su cuerpo perfecto, que ya no suda más que en verano. Corre de esa forma porque su madre le ha enseñado que siempre se debe ser puntual y que toda vida es una carrera contra el tiempo. Kevin siente como un pequeño desafío el correr sin tener que dirigirse a ningún destino prefijado. Destinos como la Facultad de Derecho a la que entró por deseo explícito de su madre; o el Club Hípico de Buenos Aires, donde jugó al polo, porque el polo es un deporte que va muy bien con el nombre Keván, hasta que comprendió que los que en verdad se ejercitaban eran los caballos y no él; o el Exclusive Solarium donde conseguía el color que ostentaba su piel incluso en invierno; o la Clínica de Embellecimiento Físico y Estética Corporal en la que se hallaba recluida su madre desde hacía tres meses. “Siete millas” repitieron sus zapatillas importadas, Kevin se llevó la botella de agua a la boca, pero estaba vacía. Entonces comprendió que algo realmente estaba mal: él calculaba siempre los ocho sorbos de agua que tenía que tomar en su carrera, de esa forma evitaba cargar peso adicional. Pero la botella estaba vacía y todavía quedaba camino por recorrer. “Siete millas” dicen y Kevin dice “gracias” y comprende que, con su mente en otras cosas, no había agradecido las últimas informaciones. Agradecer es un acto por el cuál uno se desliga de toda responsabilidad real, si uno no lo hace puede, no sólo ofender a su interlocutor, sino también hacerse cargo del problema sin reconocer su procedencia. “Siete millas” explican, “gracias” responde. La botella vacía no sirve para nada, por lo que Kevin se limita a cerrar los ojos. El pie derecho suena mal, un sonido metálico altera la cadencia de sus pasos. “Se habrá clavado algo en la suela” piensa Kevin y por primera vez la idea de detenerse cruza su mente. “Siete millas” comentan las zapatillas averiadas, Kevin agradece y de forma instintiva busca la botella de agua. “Siete millas”. Gracias. Un regusto salado aparece en su boca, Kevin se lleva la mano a la frente y descubre con horror que transpira. “Es imposible” piensa “es otoño, si sudo en otoño tengo que entrenar más duro”. Sus ojos se cierran a causa del sudor, la garganta está seca desde hace horas. “Siete millas”, gracias. “Siete millas”, gracias, gracias, gracias. El dolor de las piernas es insoportable, siente estallar una a una las venas del cuello. Cuando no puede más, Kevin al fin colapsa.

“Qué raro” piensan todos “una persona con su estado físico debería haber aguantado mucho más que siete millas”.

Carta a Don Johnson

Cuando vuelva a soñar con elefantes te lo haré saber, mientras tanto sigue cortando cebollas desnuda.
En mi placard hay un enorme retrato de un cadáver, pero no puedo mirarlo por que sufro de vértigo. Sigo sin comprender por que no lo saco de allí, tal vez me guste el vértigo.

(pequeño ejercicio de escritura automática que tomó forma hace muchos muchos años y que ustedes sabrán disculpar)