Wednesday, January 04, 2006

Como odio a los que corren

A Kevin le gusta correr. A diferencia de lo que pueda suponerse, Kevin no creció con cariño. Kevin creció como pudo y tuvo que sobrellevar el nombre que su madre le puso porque se había emperrado en que su hijo debía llamarse Kevin (o Michael o John o Stuart o Andrew o Donald o Thomas o Brandon o Logan o Dylan o Mathew o Daniel, este último sólo si se lo acentuaba en la primera sílaba). Pero al final, nadie sabe bien por qué, Kevin terminó por llamarse Kevin, y sus amigos pronuncian su nombre Kevin y no Keván cómo hacía su madre frente a sus compañeros de la primaria. Esto avergonzaba mucho al Keván de entonces, pero eso importa poco porque al Kevin de ahora lo que le gusta es correr. No le gustan ni sus amigos, ni su madre, ni sus compañeros de la primaria. Todas las mañanas se calza su traje de lycra negro con rayas amarillas, sus anteojos de sol espejados, su botella de agua vitaminizada que se cuelga del cinturón con velcro y sus zapatillas. Las zapatillas de Kevin hablan: le informan de la distancia recorrida, su velocidad promedio, el tiempo estimado entre paso y paso, las calorías quemadas, el tiempo transcurrido y la verdadera cantidad de libras que perdió en su carrera. Las zapatillas hablan de libras porque son importadas. A Kevin le gusta hacer las operaciones mentales que convierten un sistema métrico en el otro porque, por más que le pese, se parece mucho a su madre. “Siete millas” dicen las zapatillas de Kevin y éste agradece, siempre agradece porque su madre le ha enseñado buenos modales. “Una buena educación debe acompañar un nombre como Keván” decía su madre y Kevin también le agradecía a ella. “Gracias” le dice Kevin a sus zapatillas mientras corre, destapa su botella y el sabor levemente metálico del agua con vitaminas recorre su lengua. Cierra los ojos y siente el golpe de sus pies contra las baldosas de la vereda. Corre alrededor de un parque, siempre en sentido contrario a las agujas del reloj, siempre hace nueve millas exactas, siempre toma un trago de agua cuando sus zapatillas le informan de un nuevo adelanto en su carrera, siempre cierra los ojos luego de beber y siempre escucha sus pasos. Kevin recuerda cuando sudaba. Ahora también le sucede, desde luego, pero sólo en verano, cuando corre sin la parte superior de su traje de lycra para que todos puedan ver el brillo que el sudor produce en su cuerpo. Kevin hace abdominales para que los músculos de su estómago se marquen, pero no le gusta hacerlas. A Kevin le gusta correr y no las abdominales porque las abdominales son seguras. Cualquiera puede hacer abdominales en la tranquilidad del hogar, pero cuando uno corre lo hace contra los elementos, contra las irregularidades del terreno y contra los miles de hombres armados que, según la televisión, podrían saltar desde cualquier sombra y dispararle a quemarropa sólo para llevarse sus zapatillas que hablan. Correr es un deporte de riesgo. “Siete millas” sentencian entonces las zapatillas de Kevin y aunque él siente que algo está mal no se detiene. No puede detenerse, aún no ha cubierto las dos millas que le faltan para terminar su recorrido de siempre. Se limita a beber agua metalizada con vitaminas y a cerrar los ojos. Hay seguridad en los ojos cerrados, cuando uno cierra los ojos nada puede herirlo, sin embargo, Kevin no los cierra por precaución, lo hace por costumbre. El ruido de sus pies sobre las baldosas es ligeramente diferente, sólo él podría notarlo, pero no le da importancia. “Siete millas” informa su calzado y Kevin comienza a creer que algo malo les ha sucedido a sus zapatillas que hablan, pero pronto descarta semejante idea. “Qué podría pasarles, si son importadas” piensa y cierra los ojos, pero vuelve a abrirlos porque olvidó beber el trago de agua saborizada con metal. Todo el mundo sabe que correr en contra de las agujas del reloj es una forma de engañar a la muerte, pero Kevin no lo hace por temer a la muerte, sino por temer al deterioro que ella implicaría de su cuerpo perfecto, que ya no suda más que en verano. Corre de esa forma porque su madre le ha enseñado que siempre se debe ser puntual y que toda vida es una carrera contra el tiempo. Kevin siente como un pequeño desafío el correr sin tener que dirigirse a ningún destino prefijado. Destinos como la Facultad de Derecho a la que entró por deseo explícito de su madre; o el Club Hípico de Buenos Aires, donde jugó al polo, porque el polo es un deporte que va muy bien con el nombre Keván, hasta que comprendió que los que en verdad se ejercitaban eran los caballos y no él; o el Exclusive Solarium donde conseguía el color que ostentaba su piel incluso en invierno; o la Clínica de Embellecimiento Físico y Estética Corporal en la que se hallaba recluida su madre desde hacía tres meses. “Siete millas” repitieron sus zapatillas importadas, Kevin se llevó la botella de agua a la boca, pero estaba vacía. Entonces comprendió que algo realmente estaba mal: él calculaba siempre los ocho sorbos de agua que tenía que tomar en su carrera, de esa forma evitaba cargar peso adicional. Pero la botella estaba vacía y todavía quedaba camino por recorrer. “Siete millas” dicen y Kevin dice “gracias” y comprende que, con su mente en otras cosas, no había agradecido las últimas informaciones. Agradecer es un acto por el cuál uno se desliga de toda responsabilidad real, si uno no lo hace puede, no sólo ofender a su interlocutor, sino también hacerse cargo del problema sin reconocer su procedencia. “Siete millas” explican, “gracias” responde. La botella vacía no sirve para nada, por lo que Kevin se limita a cerrar los ojos. El pie derecho suena mal, un sonido metálico altera la cadencia de sus pasos. “Se habrá clavado algo en la suela” piensa Kevin y por primera vez la idea de detenerse cruza su mente. “Siete millas” comentan las zapatillas averiadas, Kevin agradece y de forma instintiva busca la botella de agua. “Siete millas”. Gracias. Un regusto salado aparece en su boca, Kevin se lleva la mano a la frente y descubre con horror que transpira. “Es imposible” piensa “es otoño, si sudo en otoño tengo que entrenar más duro”. Sus ojos se cierran a causa del sudor, la garganta está seca desde hace horas. “Siete millas”, gracias. “Siete millas”, gracias, gracias, gracias. El dolor de las piernas es insoportable, siente estallar una a una las venas del cuello. Cuando no puede más, Kevin al fin colapsa.

“Qué raro” piensan todos “una persona con su estado físico debería haber aguantado mucho más que siete millas”.

3 Comments:

Blogger Laura Zaferson said...

Me capturaste. Muy bueno. :)

12:24 AM  
Anonymous Anonymous said...

Escribes muy bien ah. Estuvo muy bueno.

6:25 PM  
Blogger Agustina said...

Ufa, ya te han dicho q escribías bien.. buen, soy poco original Y???
Me gustó mucho.
Buen final y "Agradecer es un acto por el cuál uno se desliga de toda responsabilidad real" está bueno.. capaz un dia lo uso para algo (no sin antes tu bendición..)
Chauchex!

1:25 AM  

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